–¿Qué es lo que te pasa, Coronel? – le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el jefe o pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.

–Dímelas, a ver si pierden su poder –le pidió su fiel ayudante.

–No te las diré, son sólo mías –replicó el Coronel.

Sabía muy poco del mundo y era incapaz de mirar un mapa para ubicarse en el planeta, pero al ver los hibiscus y los loros creyó encontrarse en el paraíso y se dispuso a gozarlo.

Por las noches se envolvían en sus rebozos y se dormían bajo los árboles con un avemaría en los labios y el alma puesta en el niño, para no pensar en pumas y en alimañas ponzoñosas. Despertaban cubiertos de escarabajos azules.

El Benefactor no sabía cortejar a una mujer, no había tenido hasta entonces necesidad de hacerlo. Eso actuó a su favor, porque si hubiera acosado a Marcia con galanterías de seductor habría resultado repulsivo y ella habría retrocedido con desprecio. En cambio ella no pudo negarse cuando a pocos días él apareció ante su puerta, vestido de civil y sin escolta, como un bisabuelo triste, para decirle que hacía diez años que no había tocado a una mujer y ya estaba muerto para las tentaciones de ese tipo, pero con todo respeto solicitaba que lo acompañara esa tarde a un lugar privado, donde él pudiera descansar la cabeza en sus rodillas de reina y contarle cómo era el mundo cuando él era todavía macho bien plantado y ella todavía no había nacido.